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Disfrutar de los placeres de una vida que se ofrece sin máscara

viernes, 18 de febrero de 2011

LA GUERRA

Al fin se acabo la guerra, la ciudad quedo desierta sin vida ni color; No supo qué hacer cuando los demás esperaban que reaccionara, su miedo y sus ojos apagados no veían que la luz desapareció para siempre.
Ella jamás pensó que de golpe la vida le quitaría la juventud. En sus carnes de adolescente hambrienta, los juegos dejaron paso a una madurez infligida, sus canciones de baile callejero transitaron a convertirse en sonatas interminables, de sonidos sin compañía de pentagrama que los uniese. Escudriñó a su alrededor buscando la mirada de alguien que le dijese-¡tranquila yo estoy aquí!-. Pero no ocurrió, tan solo la compañía del dolor que otros como ella, buscaban auxilio en las soledades del que sufre sin voz; en esas gentes anónimas hallo con quien hablar de su pena; La salida de los escombros que la cubrían era menos dolorosa que las tinieblas de su llanto por no saber dónde estaba su hermana. Gritó una y otra vez su nombre pero nadie le contestó.
Ana no podía creer todo lo que a su alrededor estaba pasando, o quizás lo que dejaba de pasar, una niebla de humo y negrura cubrían las calles, que perdieron los balcones y los alfeizar donde ayer se apoyaban las jóvenes para hablar con sus amantes desde la ventana, quedaron reducidos a cascotes. Toda la ciudad respiraba con aliento contenido, algunos niños deambulaban solos y llenos de polvo gris, llorando y llamando a sus madres, nadie acudía a consolar sus lágrimas. Ana sentía en su pecho la asfixia de quien no puedo salir del fondo del mar, por más que gritaba y rebuscaba por su casa, ahora convertida en un montón de piedras, no hallaba a su hermana María; Con las manos llenas de sangre, de arañazos y golpes, apartaba las piedras una a una con la esperanza de que debajo de alguna de ellas estuviera, sus fuerzas eran las de una niña de catorce años, delgada y algo famélica que solo podía mover el desastre con más voluntad que energía.
 El desaliento comenzaba a aparecer al no ver a su hermana por ninguna parte, se acercó a un hombre joven que caminaba sin dirección, con las manos unidas sobre la cabeza, en sus ojos abiertos de par en par, no había humedad, solo asombro y miedo; Ella le pidió por favor que la ayudara a buscar a María, el solo la miro y repitió con voz apagada y silente-mi hijo ha ido a comprar pan, ¿ha visto a mi niño Luis?- así partió por la calle cuesta abajo, sin responder a la petición de ayuda de Ana.
A lo lejos, un sonido de sirena llegaba del puerto; Las vecinas se afanaban en encontrar las partes de sus casas deshechas por las bombas de los aviones que arrasaron la ciudad, ninguna de ellas recordaba cómo empezó a llover hierro del cielo, tan solo sentían ese dolor que no cesa ni con el lamento, ni la queja, el desconsuelo cubrió las almas de todas esas gentes de bien. No soplaba viento, ni el calor del mes de julio calentaba, parecía como si la tierra se hubiera detenido en el instante en que todos encogieron sus corazones.
Desesperada por lo inútil de una búsqueda sin resultado, Ana se plantó en medio de la calle, gritó el nombre de María hasta quedar sin voz, sus manos se elevaban al cielo implorando a dios que le devolviera a su hermana, pero dios estaba reconstruyendo sus iglesias, sin pensar que las gentes no tendrían ninguna alma que salvar. Se sentó en el bordillo de su calle, abrazando su cuerpo balanceándose de atrás hacia adelante, lloraba sin parar llamando a María.
 De repente algo sucedió, desde los restos de su casa se dibujo una figura como envuelta en un halo blanco; Ana quedo boquiabierta al ver a su hermana de pie, sonriendo y casi etérea, corrió hasta ella pero algo la detuvo unos metros antes de poder estrecharla en sus brazos, la voz de María, le dijo sin mover los labios-hola Ana, no sufras más por mí, estoy bien, ya llegue al lugar donde no hay amargura.
 Ella no supo que decir, su mirada se volvió limpia y clara, sin lágrimas, entendió que María había muerto; Se sentó sobre algunas piedras de lo que fue su hogar, lleno de hambre, pero de una alegría traída por la ternura de los que comparten lo poco que tienen; Y sin más consuelo que una pequeña foto que recogió de entre las piedras, donde aparecían ella, su hermana y sus padres lloró con tanto quebranto que solo el tiempo que vino después logró que su pena se convirtiese en un recuerdo.
 Al pasar los años su memoria la llevaba a evocar aquella situación, pero una extraña sonrisa aparecía en sus labios, diciéndose para sus adentros-¡Cuánto nos reímos María! Antes de la lluvia de hierro-.

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